Carlos I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y Felipe II.
Carlos I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y Felipe II.

“Es posible que los imperios formen parte del pasado en su forma histórica, pero no está claro en absoluto que la alternativa más deseable sea el sistema actual, en el que unos doscientos estados-nación reclaman su soberanía y tienden hacia la uniformidad étnica. Esta parece una receta para un conflicto interminable, tanto entre los estados como dentro de ellos”. Esta es una de las conclusiones del brillante ensayo de Krishan Kumar: Imperios. Cinco regímenes imperiales que moldearon el mundo. Un libro ambicioso que huye de los tópicos para aproximarse al fenómeno de la construcción de entidades imperiales desde la antigua Roma, modelo a seguir por todos los constructores imperiales que la han sucedido tanto en Europa como fuera de ella.

El imperialismo es un concepto que suscita la condena unánime desde la descolonización de África y Asia que siguió al fin de la IIGM y del que la corrección política huye como de la peste. Para el historiador, sin embargo, es un modelo objetivo de organización política del que se pueden extraer lecciones para los retos del presente: “Pese a todos sus fallos, los imperios nos muestran otro camino, una manera de gestionar la diversidad y las diferencias que son el destino inevitable de prácticamente todos los denominados estados-nación”.

No se va a encontrar el lector, por tanto, con un trabajo que aproveche los vientos de la ideología dominante, sino con un análisis de los elementos que hicieron funcionar organizaciones políticas muy complejas, de una amplitud geográfica extraordinaria y muy jerarquizadas, en un pasado bastante más reciente de lo que parece. Si hubiéramos de  buscar un referente en cuanto a enfoque, el más inmediato es el monumental trabajo de John H. Elliot Imperios del mundo Atlántico (2006), comparando el imperio español en América central y del sur con las trece colonias inglesas en el norte.

Trajano, en una representación en la columna que lleva su nombre y narra su conquista de la Dacia.
Trajano, en una representación en la columna que lleva su nombre y narra su conquista de la Dacia.

Kumar arranca su obra con una radiografía del imperio romano, porque es el molde y el referente al que los sucesivos imperios medievales, modernos y hasta contemporáneos van a mirar en busca de ejemplo y autoconfirmación. El concepto imperio, que en su origen significaba “soberanía”, se convirtió tras la conquista romana del mundo Mediterráneo y sus aledaños en sinónimo de organización política que agrupa muchas poblaciones, razas y etnias.

En esa definición entran los imperios ultramarinos portugués, español, holandés, británico y francés y los terrestres de chinos, otomanos y rusos. Salvo el chino, todos los demás se verían como reflejo y continuidad de Roma y cada uno interpretó su expansionismo como una misión civilizadora, fuera religiosa (universalización del islam, del catolicismo, del protestantismo, de la ortodoxia) o política (los ideales del liberalismo, de la revolución francesa o del comunismo). Todos y cada uno, a su manera, quisieron ser “la nueva Roma”. Una Roma cuya singularidad fue dar el paso de ciudad-estado a imperio sin necesidad de un sentido de nacionalidad y cuyo legado más trascendental, a juicio del autor, es la difusión de una nueva religión, el cristianismo.

El Sultan Selim III rodeado de su corte en el palacio de Topkapi.
El Sultan Selim III rodeado de su corte en el palacio de Topkapi.

Kumar comienza su análisis de las cinco estructuras imperiales que elige por el imperio otomano, al que considera con tanto derecho a ser considerado europeo como al ruso y cuyo objetivo territorial desde el principio era ocupar los Balcanes. Hasta finales del XIX, los no musulmanes convivieron dentro de sus amplísimas fronteras con los musulmanes en un buen ejemplo de cómo “diferentes comunidades podían coexistir bajo la protección de un poder supranacional”.

Más complejo por su estructura y duración fue el imperio de los Habsburgo, que en realidad es doble: el español y el centroeuropeo. Aunque el historiador desarrolla más el segundo, valora lo dilatado en extensión y tiempo del imperio ultramarino español y atribuye su buena salud al entusiasmo misionero, la convicción de que la misión de España era expandir el catolicismo. Una longevidad que Kumar achaca asimismo de forma algo simplista a que las autoridades peninsulares rechazaron “con enérgicas medidas de protección” los intentos de los colonos de explotar a los nativos. Una apreciación de bulto que no explica y resulta difícil de sostener.

Francisco José I de Austria.
Francisco José I de Austria.

Le interesa más, sin embargo, la suerte de los Habsburgo europeos. El primer emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de esta poderosa familia fue Rodolfo de Habsburgo, en 1273. Si recordamos que el imperio austro-húngaro no se desharía hasta el fin de la Primera Guerra Mundial resulta asombrosa la capacidad de adaptación del modelo y de la familia que lo encarna a lo largo de más de seiscientos años.

También el imperio ruso puede dividirse en dos, pero no por razones dinásticas, sino por la ideología que ha revestido en sus dos momentos. Ortodoxo bajo los zares, Moscú se veía como la nueva Roma, la continuación de Bizancio después de que esta ciudad fuera tomada por los otomanos a fines del siglo XV. Tras la Revolución de Octubre, el mismo Moscú -capital de la Tercera Internacional- se presentará como el faro que debe guiar a la humanidad a una sociedad socialista y sin clases. Dos enfoques para una misma visión universalista. Como el austrohúngaro, el imperio ruso es territorial, no marítimo, y crece hacia el Este por Siberia, el “Nuevo Mundo” de los rusos como América lo había sido para españoles y británicos, y hacia el sur por Crimea y el Cáucaso. A comienzos del siglo XX, el ruso era el imperio territorial más extenso de la historia mundial. Imperio difuso, casi periferia sin metrópoli de tan extenso, en el que se ahogaron sus agresores -Napoleón, Hitler- y que se transparenta en los planes nacionalistas del actual presidente Vladimir Putin, quien apela de nuevo a ese pasado como apuesta de futuro y con cuyo largo mandato “un nuevo zar parece haberse sentado en el trono ruso”, en palabras de Kumar.

Vladimir Putin hace su entrada en un acto oficial en el Kremlin.
Vladimir Putin hace su entrada en un acto oficial en el Kremlin.

Británicos y franceses cierran esta selección, creadores ambos de imperios ultramarinos, aunque de características bien distintas, que han moldeado en gran medida el mundo contemporáneo. Tras la Primera Guerra Mundial, el británico ocupaba la cuarta parte de la superficie terrestre y una cuarta parte de población mundial y se holgaba en que su esencia era la tolerancia en todo lo que afectara a lengua, religión o raza. Para Churchill, su entrada en la IIGM estaba también unida a la defensa de ese imperio cuya liquidación se comprometió a impedir. El fin fue repentino, inesperado, brutal y sucio en algunas colonias, como Kenia. Y mal digerido por la población, tanto de de izquierdas como de derechas, por lo que, a decir del autor, su “fantasma sigue acechando en la imaginación británica, y no solo en la británica”.

Napoleón en Egipto.
Napoleón en Egipto.

Tampoco Francia habría asimilado del todo el final de su misión “civilizadora”, pues para los franceses, sostiene Kumar, era inconcebible que nadie que hubiera conocido su cultura no deseara convertirse en francés. Derrotado a menudo por el británico, el imperio francés conoció varias fases (Luis XIV, Napoleón…) y tras la IGM llegó a abarcar doce millones de kilómetros cuadrados, entre sus posesiones africanas y en Indochina, y más de 65 millones de habitantes. Su joya era Argelia, percibida como parte integral de Francia y en la que sin embargo se estrelló el sueño de una nación multicultural, a la que aspiraba el escritor Camus, nada sospechoso de imperialista en el sentido común del término. El final fue agónico (guerras de Argelia, Vietnam…), pero los intelectuales franceses (de izquierda incluidos) prefirieron aferrarse más a la idea de una revisión del imperio que a una finalización irreversible.

En más de 500 páginas, Kumar sintetiza de forma a veces deslumbrante los que a su entender son los rasgos fundamentales de estas grandes estructuras supranacionales para obligar al lector a plantearse la viabilidad de un mundo tan fragmentado como el que vivimos, marcado por la disgregación y el rebrote de nacionalismos, cuya dinámica conduce a la atomización, tan peligrosa como empobrecedora. La imposible e irracional añoranza de unos imperios establecidos a sangre y fuego, mantenidos de forma violenta y basados en la supuesta superioridad étnica, intelectual, religiosa o moral de la nación dirigente, no impide a este historiador británico la búsqueda en ese pasado de fórmulas que -como la de la Unión Europea- permitan recuperar espacios estatales plurinacionales y multiculturales sólidos y, sobre todo, seguros.

Arturo Arnalte

Imperios. Cinco regímenes imperiales que moldearon el mundo

Krishan Kumar

Barcelona, Pasado & Presente,

653 págs., 39 euros

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