La imagen del vicepresidente de TEPCO y varios de sus ejecutivos doblando el espinazo ante los afectados por la crisis nuclear de Fukushima en 2011 resulta tan peculiar –e irónica– como las escenas de los supervivientes del terremoto que la desencadenó, el 11 de marzo de aquel año, alineándose obedientemente y sin rechistar para recoger su ración de agua. Japón es un país entrenado para el desastre. Sus islas se sitúan en la confluencia de tres placas tectónicas –la del Pacífico, Eurasia y Filipinas– y forma parte del Cinturón de fuego del Pacífico, la zona con mayor actividad sísmica del planeta. Es habitual que en cualquier parte del archipiélago se produzcan pequeños temblores semanalmente, y los japoneses practican desde niños para reaccionar ante las sacudidas siguiendo instrucciones precisas de desalojo. Incluso a los extranjeros empadronados en cualquier ciudad por motivos de trabajo se les provee de abundante documentación de seguridad para estar preparados para posibles tsunamis.
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