En el verano de 1939, los cafés de París estaban tan repletos como siempre. Las terrazas del Café de la Roronde en el barrio e Montparnasse o el elegante Café de la Paix compartían el honor de que entre sus clientes se encontrara la aristocracia de la cultura francesa. Los mejores pintores del mundo, los dramaturgos más aplaudidos y los novelistas consagrados formaban tertulias en las que se repasaban los grandes temas del momento y las cuestiones eternas. La guerra se cernía sobre el país, pero Europa ya había superado otras crisis y siempre había encontrado una solución pacífica, aunque eso supusiera la entrega al insaciable Adolf Hitler de países indefensos. En el Barrio Latino, apiñados en buhardillas húmedas e infectas, lo mejor de la cultura alemana, austriaca, checa y española intentaba sobrevivir como podía a su doble condición de refugiado y sospechoso de difundir ideas revolucionarias. Lo que todos ellos ignoraban es que lo peor estaba por venir.
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