Brutalidad colonial, limpieza étnica, genocidio, violencia sexual… Desde los atentados y magnicidios anarquistas de finales del XIX a las guerras yugoslavas de la década de 1990, el siglo XX está plagado de episodios violentos que marcaron a sangre y fuego la historia del Viejo Continente. En Una violencia indómita. El siglo XX europeo (Crítica), Julián Casanova plantea estudiarlos mediante una mirada telescópica, transnacional y comparada que permita comprender mejor esos “pasados fragmentados” y “memorias cruzadas” que, de Tallin a los Balcanes o de Madrid a San Petersburgo, siguen dividiendo tanto en el presente.
Pregunta. El adjetivo que utiliza en el título del libro (indómito) hace referencia a algo que “no se puede o no se deja domar”, que es “difícil de sujetar o reprimir”. ¿Por qué la violencia en la Europa del siglo XX fue tan salvaje y a veces tan incontrolable?
Respuesta. Porque parte de una gran quiebra. Una quiebra provocada por las colonias, la guerra… Varios imperios desaparecen de la noche a la mañana y, con ellos, sus élites, sus servidores, sus aristocracias. Imperios multinacionales que empiezan a tener un problema de minorías, de fronteras. La cultura de guerra no tiene ya límites en 1914. Ya no vemos a ejércitos que luchan en un campo de batalla definido y con colorido. Vemos esa máscara que aparece en la portada del libro. Y en esa quiebra se abren distintas perspectivas de violencia: una viene del discurso de la superioridad de la ideología, de la razón, también de la raza, de lo que es la civilización occidental europea. Otra llega del militarismo, un elemento clave en la construcción de los Estados. Y hay una tercera relacionada con la aparición del socialismo, la lucha de clases, el anarquismo, que predica un mundo mejor, un paraíso terrenal. Pero hay un punto que creo que define todo: las élites, que van perdiendo todo lo que tenían, se resisten a ello y empiezan a crear grupos paramilitares, ejércitos blancos… Después aparecerá el fascismo. Es un cúmulo de circunstancias irrepetible. Esa quiebra abre grietas por todas partes y por ellas se cuelan muchos elementos de la violencia.
P. ¿Qué continuidades y discontinuidades detecta, a priori, en la violencia desplegada a lo largo de esos cien años?
R. Desde el principio propongo que hay mucha diferencia entre la muerte del tirano que plantea un anarquista de finales del XIX y el genocidio de las mujeres musulmanas en Bosnia. Podría haber usado una tesis más clásica que partiendo del terrorismo anarquista desembocase en Bosnia y, sin embargo, dedico todo un capítulo al colonialismo. Esa gente que pensaba que estaba viviendo en los good times, en un mundo feliz, en realidad estaba sembrando una semilla de discordia, exclusión, superioridad de raza, de nación, elementos que al rebotar a Europa son letales. Este libro empieza con una parte muy literaria con la insurrección del anarquismo, pero ya se oscurece en el segundo capítulo. El terrorismo individual pasa a ser de masas. El Estado se convierte en protagonista de la violencia. Ya no puedes echar la culpa solo al verdugo, sino que hay muchos cómplices, mucha base social. El libro muestra que hay mucha participación popular en la violencia de la Europa del XX.
P. En todos los episodios abordados usted analiza la violencia contra las mujeres. ¿Por qué ha costado tanto tiempo ver que esa violencia no siempre fue espontánea y ha obedecido también a prácticas más organizadas?
R. Lo de Bosnia abrió los horizontes para los demás. Las primeras historias de género se dedicaron a ver las raíces de la desigualdad, del voto, de la igualdad en las fábricas, del aborto, del divorcio…, y la violencia nunca se planteó de esta manera. Pero en los últimos años nos dimos cuenta de que la violencia sexual en las guerras y en esos momentos de quiebra no era un factor colateral, sino un hecho muy relevante, tanto en los verdugos como en las víctimas. La violencia sexual es un eje que yo me propuse y al que he dedicado mucho tiempo. No quería darle solo un apartado específico, quería que la gente se diera cuenta de que ahí había habido continuidad.
P. ¿Para qué tipo de público ha escrito Una violencia indómita?
R. Detrás de los planteamientos historiográficos siempre debe haber credibilidad. No se pueden lanzar novedades sin más, las novedades siempre están filtradas, parten de un cúmulo de lecturas que vas incorporando y que al final crees que tienen una credibilidad. ¿Y quién le da esa credibilidad? Pues los demás historiadores, si aceptan ese filtro, si lo pasan, si lo conectan… Por eso es tan importante escribir historia no solo para lectores, sino también para otros historiadores, porque son los que van a hacer avanzar la historiografía. Además, entre la opinión y la historiografía siempre hay un camino, que es el que se traza en estos libros. Detrás de cada párrafo hay una elaboración. Todo lo que se dice es porque está sólidamente documentado. Yo creo que ese es el camino. Ese es nuestro oficio.
P. ¿Por qué la mirada desde Europa del Este descubre un panorama distinto al de Occidente? ¿No es posible integrar ambas miradas?
R. Empezando por la I Guerra Mundial, ya encontramos un Frente Este y un Frente Oeste. Y el Este fue mucho más duro. Luego, la invasión de Francia por los nazis en la II Guerra Mundial no tiene nada que ver con la invasión de Polonia y la de Rusia. Hay un Este, no solo geográfico, que viene de una tradición imperial, del mundo eslavo, que para los nazis es una raza inferior, y eso creo que provoca una mirada diferente. Cuando comencé a trabajar en Budapest me di cuenta de que nuestra formación había sido muy franco-británica. Y la forma de romper eso era meterse en ese mundo que va desde Tallin a los Balcanes; desde Viena a San Petersburgo. No es que yo sea un personaje del Este, pero sí que he tratado de filtrar las miradas que he visto desde allí, que son muy diferentes, y por eso he buscado sacar las investigaciones que se centran más en el Este que en Occidente.
P. Todos los intentos insurreccionales y revolucionarios de izquierda, producidos tras la Revolución rusa, fueron derrotados en un país tras otro. Sin embargo, las dictaduras conservadoras y también las de corte totalitario o fascista se fueron imponiendo. ¿Cuál podría ser la explicación?
R. Creo que el orden saca más conclusiones de la Revolución bolchevique que los revolucionarios, que están divididos. Y creo además que hay una burguesía muy potente en estos países y una base campesina no revolucionaria. Salvo en Italia y España, el campesinado ha cedido la tierra. No está disponible para la Revolución, solo en Rusia. De hecho es un eje más para la contrarrevolución. Y hay una diferencia también abismal entre defender el final de la guerra y buscar la paz, como hacen en Alemania, o no hacerlo, como llevan a cabo los revolucionarios en 1917, que siguen con la guerra y ponen en bandeja a los bolcheviques la conquista del poder. Yo creo que todos esos elementos son importantes para mostrar por qué hay revolución en un sitio y no en otros. Aun así hay intentos insurreccionales que son ahogados en sangre.
P. La desnazificación de Europa y las diferencias en los juicios políticos y en la aplicación de castigos en cada país evidencia la complejidad de una posguerra tampoco exenta de violencia. Sin embargo, ¿por qué en el imaginario colectivo 1945 ha quedado como el inicio de la paz en el Viejo Continente?
R. Porque hay una reunión de los grandes dirigentes del mundo, hay una derrota estrepitosa del fascismo. Parece que no hay vencidos, sin embargo hay vencidos. Hay millones de desplazados de la población alemana. Hay mucho linchamiento de colaboracionistas… Yo creo que en todas las posguerras hay continuación de la guerra por otros medios. Lo que yo llamo paz incivil en España creo que se aplica claramente a la posguerra de 1918 y a la de 1945. La gran diferencia del 45 es que no hay paramilitarismo. Los vencedores son los que ejercen la violencia, mientras que en la derrota del 18, los que no aceptan la derrota son los que ejercen la violencia.
«En todas las posguerras hay continuación de la guerra por otros medios. Lo que yo llamo paz incivil en España creo que se aplica claramente a las posguerras de 1918 y 1945″
P. La colaboración con los nazis de Francia o Hungría, por ejemplo, siguen siendo hoy asuntos espinosos. La amnesia y el silencio con el que se cubrió esta etapa oscura y traumática de su pasado durante décadas, ¿sigue siendo una losa a la hora de estudiar y contar lo que ocurrió?
R. Yo creo que existen tres niveles siempre para ver dónde ha estado la historia. El primero, en los libros de texto. Casi ningún país ha incorporado hasta hace poco la parte más divisoria, la que divide más, la parte más complicada de la historia les ha costado a todos: a Francia, a Bélgica, a Reino Unido… La segunda forma de medir es la división en los medios de comunicación y el debate político, esto por ejemplo se aprecia muy claramente en la América de Trump. Y el tercer elemento es en el que está el debate historiográfico. Creo que hay países que tienen historiografías más potentes y que, por lo menos en ese ámbito, el tema se resolvió antes. España llegó tarde, hemos tardado en recuperar buena parte de ese tiempo perdido, pero creo que hay muchos investigadores que están demostrando que la historiografía española se mueve por buenos canales. En cualquier caso, los libros de texto son fundamentales. Cuando ves que en ellos la historia no es diáfana y solo van al hilo conductor de las glorias pasajeras es que algo falla.
P. Durante mucho tiempo el conflicto de Yugoslavia en la década de 1990 se explicó como resultado del odio étnico, pero usted señala que eso es invertir el relato y comenzar por el final. ¿Ya podemos analizar lo sucedido con suficiente distancia y sin caer en el manido argumento de los odios ancestrales?
R. Creo que de nuevo hay una quiebra. Hay una quiebra del poder en Yugoslavia. Y esa quiebra es aprovechada por unas élites para movilizar en nombre de la nación, de grupos étnicos, pero no hay en aquel momento un conflicto étnico y la consecuencia de todo, de esa movilización por parte de las élites, que algunas vienen del comunismo, es todo el conflicto que se desarrolla. Esto es muy difícil de entender porque la visión que hay es que odios ancestrales desde tiempos inmemorables habían marcado a los Balcanes como un territorio de conflictos permanente.
Yo en este libro trato de reflejar las últimas tendencias historiográficas y hay un concepto que es el mito de la guerra étnica, que está bastante bien desmontado. Mi planteamiento es integrarlo, incorporarlo y creo que tiene muchas conexiones con lo que se ha considerado en España el guerracivilismo. Que hay algo que nos identifica, que nos une, de lo que no podemos escapar… Y los británicos, cuando surge la guerra, la mayor parte de los diplomáticos ingleses dicen lo mismo que habían dicho en la Guerra Civil española muchas décadas antes: a estas gentes dejarlas, no vais a entender por qué se matan, se matan entre ellos, no hace falta intervenir, dejadlos… Ese es un poco el concepto que surge en los años treinta con la Guerra Civil española y en los noventa con Yugoslavia. Me parece que el historiador tiene descubrir otros cauces y en los últimos años se ha trabajado muy bien, se ha investigado muy bien, hay muchos libros y yo he tratado de reflejar un poco esa renovación metodológica.
P. Nada de lo que ocurrió en ese proceso de crisis estaba predeterminado o era inevitable, como tampoco lo había sido en Armenia, Rusia, España o la Alemania nazi. ¿Es posible acabar con los determinismos históricos que no realizan ningún tipo de análisis?
R. El problema es como simplificas la complejidad. Aquí hay un planteamiento que se ve mucho en la televisión: «Esto es muy complejo». Bueno pues si es muy complejo habrá que explicarlo, ¿no? Uno no puede ampararse en esa afirmación. Por otro lado, es muy importante huir de los esencialismos histórico-geográficos deterministas que hacen que un territorio esté ya condenado a todo esto. Y el caso de Balcanes y Yugoslavia es muy claro en este sentido. Hay mucha gente que explica esto de ese modo, como que la división étnica es la causa de la guerra en vez de la consecuencia.
P. ¿Cómo encaja todo esto en el paradigma de la Memoria?
R. Está claro que Europa tiene un pasado fragmentado, colonial, un continente de guerras, de revoluciones y de violencia sobre el que hay memorias cruzadas, surgidas sobre todo tras la caída del comunismo, y que ha dejado presentes divididos. Toda memoria es egocéntrica y se mete en el centro del relato. ¿Y dónde se fractura hoy todo esto? En las estatuas, en las conmemoraciones, en los museos, en los debates sobre si hay que tirar o no el Valle de los Caídos, en las discusiones acerca de si se debe acusar o no a gente como Martín Villa… Estas cuestiones están presentes en todos los países de Europa. Quien crea que España es diferente que se dé una vuelta por el Danubio, que desemboque en Rusia y verá que es un debate que afecta a las identidades, a los símbolos, a las culturas, pero que lo hace en todos los rincones del continente.
“Europa tiene un pasado fragmentado, colonial, un continente de guerras, revoluciones y violencia sobre el que hay memorias cruzadas y presentes divididos”
P. ¿Y qué rol cree que deberían desempeñar en ese debate los historiadores?
R. El historiador rara vez participa. ¿Por qué? Porque hay historiadores que consideran que ese es un debate ajeno a ellos; otros, y yo estoy en esa posición, participamos mucho en los medios de comunicación, pero cuando vemos barro nos separamos. No han logrado que yo vaya nunca a hablar de Historia con una persona que no está interesada en hablar de Historia. Luego hay otro elemento fundamental y es que creo que personas como el primer ministro húngaro Viktor Orbán, gente que fue anticomunista, liberal y ahora es autoritaria, han generado una imagen de la Europa del comunismo que ha tenido muchísimo impacto. O como hace unos días, cuando Trump tuiteó que Biden era un peligroso izquierdista, conectado con el bolchevismo. Aquí pasa exactamente igual. Desde ese punto de vista, estamos en un debate que a mí no me interesa, pero sí que quiero plantearlo de cara a los estudiantes, para que vean las diferencias entre la memoria, la opinión y la historiografía. Y que sepan que si van a ser historiadores en el futuro van a tener que convivir con las memorias y con la opinión, pero que la historiografía es otra cosa.
Ahora bien, si eres capaz de decirlo, de comunicarlo y de escribirlo tendremos mucho ganado. Si nos vamos de esa batalla porque no escribimos y no entramos en ella con libros serios, lo que quedará será el resto, que es lo que está pasando en muchos ámbitos de la vida. El historiador plantea los temas y después usted haga lo que quiera con ellos. Considero que lo que no debe hacer el historiador es juzgar autenticidades. Yo por ejemplo creo que el historiador nunca debe decidir si Durruti era mejor anarquista que Joan Peiró, o si Hitler era más asesino que Stalin. Pero el historiador no tiene que dejar de decir qué tipo de anarquismo defendía Durruti y cuál defendía Peiró, o cómo era la construcción del proyecto social de Hitler o la de Stalin. No estoy queriendo decir que seamos superiores a los demás porque planteemos historiografía, lo que estoy diciendo es que no estoy interesado en compartir debates con gente que no distingue entre el trabajo serio y la opinión, que es algo muy diferente.
Una violencia indómita. El siglo XX europeo
Julián Casanova
Barcelona, Crítica, 2020,
400 págs., 21,90 €