A principios de los años 90 del siglo XX, cuando solo teníamos la televisión tradicional que nos ponía series una vez a la semana, había una, Doctor en Alaska, que a mí me encantaba. Yo todavía era una niña, pero la recuerdo como un ritual que practicaba con mi hermano los sábados por la noche. Era una serie diferente que nos explicaba la vida de personajes diversos, fuera de la norma, que vivían en comunidad en un pueblito de Alaska, Cicely. Mi preferida era Maggie, claro, la chica mona, piloto de reparto de paquetes y correo, muy independiente y con historia trágica. Un día, intentando arreglar una cañería haciendo una zanja en su jardín, se encontró con una serie de objetos relacionados con la maternidad de las indias aborígenes que habían ocupado aquel lugar en el pasado. Un sonajero, una cesta para transportar criaturas a la espalda, un biberón de cerámica… objetos que le hicieron pensar que contaban la historia de una antepasada suya.

Cuando se enteraron en el pueblo, el alcalde, astronauta de la NASA retirado, montó una excavación arqueológica en su jardín para recuperar los objetos antiguos y venderlos en un tenderete que se había montado. Maggie se enfadó y lo echó diciendo: “casi siempre la historia de nuestras vidas está determinada por los hombres y yo ya estoy harta y no pienso dejar que mi pasado o el pasado de otra mujer sea maltratado, manipulado u obstinado por un puñado de hombres en beneficio de otros hombres, ¿me entiendes?”. Maggie volvió a tapar el yacimiento con los objetos dentro, ayudada por las mujeres del pueblo recitando un texto de Mary Wollstonecraft.

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