Robespierre: la virtud exacerbada

Era y solo quería ser un atildado burgués. No dirigió ni participó personalmente en ninguna de las grandes jornadas revolucionarias. Pero supo manejar, y en parte crear, la dinámica depuratoria de rivales y discrepantes que finalmente, tras el golpe de Termidor, le engulló a él también. Reconstruimos las dotes de un político cauteloso, expeditivo y calculador, adorado por los sans-culottes, para el que la ortodoxia revolucionaria, como la virtud aristotélica, equidistaba de todo extremo

Edad ModernaRobespierre: la virtud exacerbada

En la ceremonia de apertura de los Estados Generales (cuya convocatoria y reunión suelen considerarse el comienzo de la Revolución francesa), el 5 de mayo de 1789, pocos diputados habría tan ufanos y satisfechos como uno de los representantes del Tercer Estado elegidos en Arrás, Maximilien Robespierre.

Al día siguiente iba a cumplir treinta y un años, y aunque era como la inmensa mayoría de quienes con él desfilaban en Versalles un perfecto desconocido más allá de su inmediata vecindad, podía considerar su inclusión en aquella corporación un éxito gratificante. No tanto políticamente, porque salvo unas cuantas ideas generales no tenía aún un ideario político muy elaborado ni sabía entonces quién las compartiría, sino en un plano más personal. Verse allí compensaba muchas insatisfacciones de una infancia difícil y un ejercicio profesional como abogado sin el reconocimiento que creía merecer.

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Demetrio Castro
Demetrio Castro
Catedrático de la Universidad de Navarra. Autor de "Robespierre, la virtud del monstruo" (Tecnos)

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