El Portugal de los Felipes terminaba, en la mañana del 1 de diciembre de 1640, con el asesinato en Lisboa del secretario de Estado Miguel de Vasconcelos, el destierro de la duquesa de Mantua, última virreina, y miles de voces aclamando a don Juan IV de Braganza como nuevo monarca portugués.
La propaganda bragancista durante las décadas siguientes presentó el suceso como un alzamiento popular y espontáneo, no como una conjura, una reacción política o una revolución programada. Así pareció entenderse también en Castilla. El cronista Matías de Novoa escribía que “toda la tierra producía monstruos de sedición” en Cataluña y Portugal, criticando a un gobierno desnortado que pensaba que todo quedaría en unas alteraciones promovidas por la locura de unos conjurados en favor del duque de Braganza.
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