En el medio siglo que transcurre entre la muerte de Severo Alejandro (235) y la subida al poder de Diocleciano (284), el Imperio romano estuvo al borde del colapso como formación política. Los graves problemas que se acumularon durante esos años conmocionaron la estabilidad y la propia integridad del Imperio: en el exterior, Roma hubo de defenderse de los ataques de los persas en el Éufrates y de la presión de los pueblos bárbaros sobre las fronteras septentrionales; mientras, en el interior, la falta de una autoridad central, regular y estable, abrió el camino al ejército, que impuso a su antojo a los emperadores, en medio del caos económico y de una grave crisis social y espiritual. De ahí el nombre de Anarquía Militar con el que se conoce el período, en el que se sucedieron una veintena de emperadores legítimos y más de medio centenar de usurpadores, elevados en su mayoría por el capricho de los soldados. La muerte en cautiverio de uno de ellos, Valeriano, prisionero de los persas, marca el punto álgido de esta profunda crisis, que hizo tambalear la propia existencia del Imperio.
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