En mayo de 1802, Hans Jonathan perdió un juicio. El de su libertad. Nacido el 12 de abril de 1784 hijo de una africana llamada Emilia Regina, en la finca Constitution Hill, en la isla caribeña de Saint Croix, entonces colonia danesa y hoy territorio de EE UU, Hans era un esclavo propiedad de la poderosa familia Schimmelmann, con conexiones con la casa real danesa.
Era mulato y, aunque no se sabe con certeza quién era su padre, no parece probable que fuera su dueño, sino un tal Hans Gram, otro danés que vivo un tiempo en Saint Croix y luego se marchó a Boston.
El niño Hans aprendió a leer y escribir y se manejaba bien en criollo, inglés y danés, los tres idiomas de la isla. Un conocimiento que le ayudaría a manejarse con soltura en la vida adulta
En 1788, su propietario, Ludvig Heinrich Ernst von Schimmelmann, abandonó la colonia, de la que era gobernador, y regresó a Copenhague. Poco después, el joven esclavo le seguiría con otros miembros de familia y de la servidumbre. En la capital danesa había a finales del XVIII unos 50 esclavos y, probablemente, otros tantos negros libres.
Allí vivió el joven como esclavo doméstico, pero en un entorno menos opresivo que el de la plantación y, probablemente, muy suelto, porque se acabó enrolando en la Marina Real danesa tras huir de la casa de los Schimmelmann. Como marino, participó en 1801 en la batalla de Copenhague, consecuencia de las guerras napoleónicas y hasta llegó a tener una paga regular de soldado, con la que se compró un violín.
Aparentemente, era a sus 17 años un hombre libre y un militar, pero fue reclamado judicialmente por la propietaria dando lugar a un célebre proceso sobre la legalidad de la posesión de esclavos en la metrópoli ese mismo año. En mayo de 1802, el tribunal decidió que Hans Jonathan era propiedad de la viuda del general y que debía regresar a ese hogar, desde donde la mujer quería enviarlo de vuelta a Saint Croix.
Tras el juicio, como no había cometido ningún delito quedó en libertad, a la espera de que le ordenaran embarcar de vuelta para el Caribe.
Sin embargo, Dinamarca poseía otra isla que al esclavo rebelde le pareció un refugio alternativo: Islandia. En el verano de 1802, el joven se embarcó rumbo a la ciudad portuaria de Djupivogur, en la desembocadura de un fiordo en el sureste de la isla.
Allí se empleó como contable de un comerciante local, Jon Stefansson, que incluso tenía una mediana biblioteca, que era la mejor de la ciudad, y muy probablemente compartía las ideas abolicionistas que iban abriéndose camino en Europa, aunque allí ese pareciera un problema lejano del sur. En cualquier caso, el esclavo que se robó a sí mismo, no ocultó su identidad nunca y tampoco fue perseguido.
Una década después de su huida, Hans Jonathan, de quien no se conserva ningún retrato ni descripción, tenía barcos de pesca y unos pocos animales, como cualquier islandés de clase trabajadora, pagaba sus impuestos y asistía con pleno derecho a las reuniones de la comunidad.
De esos años quedan referencias en algunos relatos de viajeros a Islandia, a los que acompañaba a pasear por el fiordo, lo que de alguna forma lo convierte en pionero del turismo cultural.
Entretanto, en 1816 había fallecido su dueña. Era un hombre libre al que nadie reclamaba ya.
En 1820 se casó con Katrin Antoniusdottir, 14 años más joven que él. Al año tuvieron un hijo y, tres años más tarde, en 1824, una hija. En su casa había una estantería de libros con temas como contabilidad, gramática danesa e inglesa, poesía danesa y cuentos morales, entre otros. El esclavo había rehecho su vida a su medida. Una tarde de diciembre de 1827, mientras estaba trabajando en su campo, cayó muerto. Tenía 43 años.
Si de él no hay retratos, con la invención de la fotografía sus descendientes empiezan a tener rostro a partir de sus nietos. Hoy, más de 600 islandeses llevan sus genes en alguna proporción y muchos de ellos comparten una página de Facebook en el que celebran su antepasado africano común.
Una biografía, del profesor islandés de antropología Gisli Palsson ha devuelto actualidad y divulgado la improbable biografía del hombre que huyó para ser libre y tuvo éxito en su empeño. Aparecida en 2014, traducida por primera vez al inglés en 2016 por la Universidad de Chicago con el título The man who stole himself. The slave Odyssey of Hans Jonathan, la obra acaba también de ser publicada en francés.
Aunque distinto, el caso del togolés Tété-Michele Kpomassie (nacido en 1941) tiene elementos comunes en cuanto al salto cultural de dos personas de origen africano que encontraron en el norte la libertad y a sí mismos. Kpomassie descubrió la existencia de los esquimales, el hielo y la aurora boreal en una lectura infantil cuando era un niño de una familia togolesa en lo que entonces era el África Occidental Francesa. Movido por el deseo de llegar al Polo, y con la paradójica ayuda que suponía en la época ser súbdito francés, viajó de Togo a Dakar y de ahí a Marsella, sin abandonar la “madre patria” por así decirlo. En París encontró un protector que le ayudaría a cumplir su sueño: dirigirse a Copenhague, desde donde viajó por barco a Groenlandia en 1966. No solo conoció a los esquimales de su lectura infantil, sino que se estableció entre ellos durante más de un año, comparando su cultura de origen con la de acogida, ambas de pueblos colonizados. Años después de su regreso a Francia, animado a poner por escrito su insólita peripecia, publicó El africano de Groenlandia, que se convirtió en un éxito de ventas en 1981 y por el que recibió el Premio Literario de la Francofonía. Hay una reciente edición española.
Arturo Arnalte
The man who stole himself. The slave Odissey of Hans Jonathan
Gisli Palsson
University of Chicago Press, 2016
264 págs. 25 dólares
L’homme qui vola sa liberté: Odyssée d’un esclave
Gisli Palsson
Gaïa Editions, 2018, 22 euros.
El africano de Groenlandia
Tété-Michele Kpomassie
Turner, Madrid, 2016, 26 euros