Adonai! ¡Allahu Akbar! proclama una y otra vez el cantante de maluf ante los enfervorizados peregrinos que abarrotan el patio de la sinagoga de la Ghriba. Su entusiasmo al corear este estribillo, repetido durante la interpretación del repertorio de música tradicional propia de la fiesta, es sin duda una significativa muestra de la convivencia milenaria de judíos y musulmanes en la tunecina isla de Djerba, que se hace patente cada año con motivo de su peregrinación a este santuario ancestral.
Situada en el golfo de Gabés, Djerba, la más meridional de las islas del Mediterráneo, con su escaso relieve, sus costas arenosas, su clima benigno y una vegetación en la que compiten palmeras y olivos, ha sido habitada desde tiempos remotos. Su población bereber ya recibió la visita de Ulises y sus compañeros a la vuelta de la guerra de Troya, según cuenta el relato homérico. Luego, habrían de mezclarse con los comerciantes fenicios y cartagineses que también arribaron a sus tierras para instalar sus factorías y que serían más tarde sustituidos por los romanos.

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