Cuando María de Molina hizo su aparición en la corte castellana en torno al año 1279, el reino se encontraba sometido a graves convulsiones: la errática política sucesoria de Alfonso X en los últimos años de su reinado había soliviantado a parte de la nobleza. Tras la muerte de su primogénito, Fernando de la Cerda, el monarca había obviado la costumbre consuetudinaria de que heredara el trono el segundogénito –en este caso el infante don Sancho–, inclinándose por apoyar a su nieto, Alfonso de la Cerda. Algunos nobles, aprovechando la debilidad mostrada por la institución monárquica, se rebelaron, siguiendo al infante agraviado y constituyéndose en bandos, que no aspiraban sino a someter el reino a sus propios intereses y a mantener sus viejos privilegios feudales. Esta situación se agravaría a partir del año 1295, con la muerte del rey Sancho IV y la minoría de edad del heredero al trono, su hijo Fernando.
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