A la mañana siguiente, a las dos y media, moría el pequeño heredero de la enorme Monarquía Hispánica. Maximiliano Manuel se derrumbó. En su desesperación, se rasgó la ropa y cayó desmayado, presa de la impotencia. Tuvieron que apartarle del cadáver y llevarle al palacio de Tervueren”. De esta manera describe Adalberto de Baviera, en su obra Das Ende des Habsburger in Spanien, la reacción que tuvo el elector Maximiliano II Manuel a la muerte de su pequeño hijo José Fernando, que no había cumplido todavía los siete años.
Con el inesperado fallecimiento de su hijo, el elector no solo lloraba la muerte de su primogénito, sino también la desaparición de un niño que, gracias al testamento que había firmado Carlos II apenas un par de meses antes, hubiera llevado a su dinastía al trono de la que todavía era en aquellos momentos la monarquía más extensa de Europa. Los resultados de la ambiciosa política exterior puesta en práctica por el elector de Baviera durante casi veinte años se disiparon como el humo aquel 6 de febrero de 1699. Quedaron enterradas, con el pequeño José Fernando, en la catedral de Santa Gúdula de Bruselas, después de su prematuro fallecimiento.
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