Durante gran parte del siglo III d.C., el Imperio romano estuvo al borde del colapso, sacudido por una múltiple y grave crisis interna, mientras el ejército lograba a duras penas, y no siempre, resistir el empuje de pueblos exteriores sobre sus fronteras. Bajo la enérgica guía de un emperador soldado de origen ilirio, Diocleciano (284-305), se restableció la unidad, la paz y la seguridad, en parte gracias a un original sistema, la tetrarquía, que suponía la división de las tareas de gobierno entre cuatro emperadores –dos augusti y dos caesares–, que se repartieron las provincias entre ellos, con una división de facto entre el oriente y el occidente del Imperio. El sistema no sobrevivió a su creador. Cuando el viejo Diocleciano se retiró a sus posesiones en la costa croata, se desencadenaron las luchas por sucederle en solitario, con el triunfo final de Constantino (326-337), quien trasladó el peso del Imperio a Oriente, donde estableció una nueva capital en la vieja ciudad griega de Bizancio, rebautizada como Constantinopla.
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