La prosperidad económica que siguió a la II Guerra Mundial alentó que a finales de los cincuenta surgiera en todo el mundo, y especialmente en Estados Unidos, un fenómeno nunca visto hasta entonces: el mercado juvenil. Por primera vez en la historia, los jóvenes y adolescentes se convertían en protagonistas de la gran industria de la cultura, con películas y discos concebidos para ellos. Pero por encima de cualquier otro tipo de creador, los músicos encarnaron la quintaesencia de aquel fenómeno, que completaban con un elemento crucial: el espíritu de rebeldía. No era solo lo que cantaban, sino también su aspecto y su actitud. Los jóvenes vestían como sus ídolos, caminaban como ellos y subrayaban con sus canciones y su propio aspecto la ruptura respecto al mundo sus padres. Y si bien la irrupción del rock a finales de los cincuenta ya trazó una línea clara en ese sentido, una década después el abismo generacional resultaba ya del todo insondable. Y nada lo representó mejor que el Festival de Woodstock, celebrado en agosto de 1969.
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