Patrono de los marginados, paradigma de los visionarios, apóstol de los desafortunados, marcado por un destino infausto, incapaz de ganarse el sustento, víctima de la hipocresía burguesa, nómada en busca de hogar, maldito y antihéroe, autodestructivo, fue el hombre sin suerte que nunca sonreía. Los que lo conocieron no olvidaron sus enormes ojos grises, luminosos e inquietos, su frente protuberante, su porte elegante, siempre vestido de negro, su aire desdeñoso y lleno de orgullo.
Al regalo de los dioses de una inteligencia superior, se añadió la carga insufrible de una hiperestesia enfermiza que hizo de él un inadaptado, habitante de una sociedad, la de los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XIX, en plena expansión industrial, en la que el éxito y el dinero eran los valores dominantes.
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