El tren tarda unas doce horas desde Santa Cruz hasta Villamontes, en Bolivia, antes de seguir hacia Yacuiba y perderse en Argentina. Hace pocas paradas. En ellas se va llenando de colonos menonitas, rubios y uniformados con monos de trabajo que parecen sacados del siglo XIX. Granjeros anacrónicos que han declarado la guerra al progreso y acrecientan la sensación de torcer las agujas del tiempo hacia atrás a medida que silban los rieles. La hierba comienza a ralear y el paisaje se convierte en un mural espinoso a base de matorrales y quebrachos entre los que asoman cactus como anémonas gigantes. El conjunto se asienta sobre una tierra reseca que a simple vista parece incapaz de alimentar nada. Muy de vez en cuando se intercalan las haciendas como instantáneas fugaces; hay techos de uralita, manadas de vacas y niños que saludan el paso del tren, sucios y sonrientes. Nos internamos en el Chaco Boreal, una región de 150.000 kilómetros cuadrados prácticamente deshabitada. A cambio, un océano de posibilidades en el subsuelo, ya que el territorio alberga una de las mayores reservas de gas de toda Latinoamérica y, al parecer, también de petróleo, mucho petróleo.
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