Hacia el año 500 a.C.,el imperio gobernado por el Gran Rey, el persa Darayavahu, se extendía desde las estribaciones del Himalaya a las costas del Egeo, y desde el Sudán a la orilla del Danubio. Era inmenso. Pese a su tamaño, era un coloso joven. Sólo cincuenta años antes un noble persa, Ciro el Grande, descendiente de Aquemenes según la tradición (de ahí aqueménidas), había derrotado a sus parientes los Medos e iniciado desde las mesetas de Irán una irresistible expansión hacia Oriente y Occidente.
Tras anexionar el gran Imperio medo, Ciro derrotó al riquísimo rey Creso de Lidia, en Anatolia, y hacia el año 542 las ciudades griegas de Jonia y las fenicias de la costa de Líbano debieron someterse también al poder persa. Desunidas y sin ayuda de las ciudades helenas del otro lado del Egeo (Esparta rechazó intervenir), los jonios fueron cayendo ante las sofisticadas técnicas de asedio empleadas por los persas, que utilizaban grandes terraplenes para superar las murallas.
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