El 22 de septiembre de 1609, un bando del marqués de Caracena, virrey de Valencia, ordenaba la expulsión de los moriscos de aquel reino por traidores y apóstatas. Era el principio de un proceso general de deportación que afectó a todas las comunidades moriscas de España.
Pese sus desastrosos efectos demográficos y económicos, con el destierro de unos 272.000 españoles, cristianos nuevos de nombre pero musulmanes de corazón, se quiso eliminar al enemigo interior y acallar las críticas internas por la capitulación ante los herejes protestantes en la Tregua de Amberes. La pérdida de reputación –idea obsesiva durante el reinado de Felipe III– que suponían las paces con Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas, hizo que se planteara la expulsión como una operación de alto contenido propagandístico para realzar a una monarquía en horas bajas.
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