En Argelia, Túnez, Sudáfrica, Rhodesia, las tierras altas de Kenia, Angola y Mozambique unos pocos millones de europeos -franceses, italianos, ingleses y portugueses- establecieron desde mediados del siglo XIX hasta el último tercio del XX colonias de población, una experiencia de proyección exterior europea que presenta más similitudes que diferencias, según el análisis que el historiador francés Joël Michel hace de lo que llama las “islas blancas” en África. Necesitados de la mano de obra indígena, pero ajenos a su cultura, los creadores de estas colonias acabaron construyendo sociedades claustrofóbicas y a la defensiva, condenadas a un fracaso estrepitoso en muy breve plazo.
En Colonies de peuplement, Michel lleva a cabo un estudio comparativo de estas colonias experimentales en tierras africanas, que atrajeron muchos menos emigrantes europeos por los mismos años que los que viajaron a Australia, EE UU, Canadá o algunos países de América del Sur. Deja el autor deliberadamente fuera del objeto de su estudio el caso de los italianos en Etiopía, de los belgas en el Congo y de los españoles en Guinea Ecuatorial por ser numéricamente muy modestos o muy breves en el tiempo.
El ensayo no analiza estas colonias caso por caso, sino que se centra en grandes ejes temáticos que estructuraron esas experiencias. La ocupación de la tierra tuvo que obligar a un proceso de expolio de los nativos que en todos los casos se llevó a cabo por extorsión, compra forzada o expulsión para a continuación obligarlos a emplearse para los nuevos ocupantes. El recurso al trabajo forzado será la constante en todas las colonias. Bien aprovechando la población reclusa, bien obligando a los jefes tradicionales a proporcionar trabajadores durante determinados periodos al año, bien restringiendo la libertad de movimientos para evitar las fugas y castigando con la cárcel o elevadas multas a quienes trataran de evadirse. Cuando la presión provocaba revueltas, como la de Maji Maji en el África Oriental alemana, la represión era sangrienta e iba seguida de la quema de cosechas y el desplazamiento forzoso de poblaciones.
Caso aparte es el de la Argelia francesa, uno de los mejor estudiados, donde también hubo miles de europeos más pobres que los franceses que acudieron a trabajar como aparceros en cultivos similares a los de sus países de origen. Es particularmente el ejemplo de los españoles (y en menor medida de italianos y malteses), que suplieron inicialmente a la mano de obra árabe porque demandaban poco salario y eran de la misma cultura que la potencia colonial. La mayor parte de los españoles (procedentes de Menorca, Alicante, Murcia, Málaga, Almería y Valencia) se establecieron en el Oranesado. Una emigración favorecida por las autoridades españolas que firmaron un convenio con Francia en 1862 que facilitaba el desplazamiento. Así en los primeros años de la colonización, los españoles fueron punta de lanza de la ocupación del país, avanzando con el ejército incluso antes que los propios colonos franceses y constituyendo un proletariado rural indispensable. En la primera mitad del siglo XX los veremos mucho menor situados económicamente, gracias a su conocimiento de las técnicas de irrigación, especialmente a los valencianos, y empleando en una segunda generación a marroquíes, que los sustituyeron a partir de 1900 en las tareas más duras y peor pagadas. El estudio de este contingente es uno de los aspectos que más atraerá al lector español de la obra.
Pero si los europeos de segunda acababan integrándose y cruzando la barrera de casta en poco tiempo, los nativos siempre serán marginados en su propia tierra y esa frontera solo se podía mantener en las colonias mediante una violencia que el autor califica de “estructural”: exclusión racial, humillación colectiva, negación de las mismas posibilidades educativas, imposición del derecho europeo, control de la policía y de las cárceles y castigos corporales contemplados por la ley, lo que Michel denomina como “la política del látigo”, que se convierte en el “instrumento que regula las relaciones laborales” en las colonias, sea en las plantaciones de café de Angola o de Kenia, en las minas de Rhodesia o Sudáfrica o en el propio ámbito doméstico, una violencia que a largo plazo se convertirá en un bumerán.
Psicológicamente, las colonias implican a su vez la negación del otro, la puesta en duda de su humanidad, el racismo. Curiosamente, ese racismo obliga a los colonos a tratar de evitar la presencia de blancos pobres -que restan prestigio a su colectivo- y a resolver mal la situación de los mestizos, más producto de la explotación sexual que de la supuesta tolerancia y que tendrán en general un futuro difícil una vez se produzca la descolonización.
Las «islas blancas» imponen la segregación al océano de color que las rodea y del que se nutren. La discriminación en las colonias se refleja en el urbanismo, la creación de ciudades europeas donde el indígena solo entra a trabajar y que debe abandonar al finalizar la jornada laboral. Donde esa segregación se hizo más visible y odiosa es en Sudáfrica, pero Michel sostiene que el apartheid no fue un fenómeno exclusivo sudafricano, sino universal en todas las sociedades coloniales, aunque estuviera codificado de manera distinta.
Pretendidos reductos de Europa, las «islas blancas» pronto empiezan a estar lejos de la metrópoli, en su problemática y a su vez en su progresivo olvido o alienación de las sociedades de las que proceden. El colono veterano se queja de que es incomprendido en su país de origen, no quiere que la lejana patria le dicte qué hacer y a la vez es un espejo deformado de esa sociedad que no deja de ser su elemento de referencia, lo que le hace sentirse por encima de su mano de obra
Iguales entre sí y superiores a los nativos, los colonos crean “democracias de señores” que el autor compara a la sociedad espartana: un grupo de hombres libres que se hace servir por los ilotas mediante el terror. Una especie de socialismo de blancos que cultiva el espíritu de resistencia y vive en la claustrofobia moral y la vulgaridad intelectual.
A finales de los años 50 comenzó el proceso de emancipación que supone en dos décadas la desaparición de todas estas colonias. En Argelia, tras una traumática guerra colonial. En el caso portugués, tras unos largos conflictos en Angola y Mozambique que condujeron paradójicamente al fin de la dictadura en la metrópoli. En el de Kenia, a una retirada forzosa tras la represión tan brutal como a la postre inútil del Mau Mau.
Solo quedó Sudáfrica, un caso excepcional porque, recuerda el autor, mientras los demás colonos tenían un lugar al que volver, una patria lejana pero real, los boers habían perdido el contacto con su metrópoli siglos antes. Cuando se produjo el desmantelamiento del apartheid, bajo el mandato de De Klerk, los boers ya habían sufrido, sostiene Michel, un proceso de cambio por el que aceptaron en su mayoría desaparecer como tribu dominante a cambio de mantener su privilegio económico y su supervivencia física. Eso, y el liderazgo moral de Nelson Mandela con su capacidad contagiosa para superar el rencor, explica el “milagro” sudafricano, que ha desafiado hasta la fecha a las predicciones más pesimistas.
Original, bien argumentado, rigurosamente documentado y con todas su afirmaciones respaldadas por un denso aparato crítico, el libro merece sin duda ser traducido al español.
Arturo Arnalte
Colonies de peuplement. Afrique, XIXe-XXe siècles
Joël Michel
CNRS Éditions, París, 2018
417 págs, 25 euros