Al inicio de la década de 1850, Estados Unidos era una nación muy diferente a la que habían conocido los Padres Fundadores que firmaron la Declaración de Independencia en 1776. Desde 1800, la población había aumentado de 5,3 a 23 millones; cuatro de ellos eran esclavos afrodescendientes que habitaban mayoritariamente en los estados del Sur y del Oeste, y otros dos, inmigrantes, casi todos procedentes de Europa.
El crecimiento demográfico, económico y territorial del país había acentuado las diferencias entre el Norte y el Sur, y su rapidez hacía difícil que las estructuras sociales y culturales sureñas, más tradicionales, pudieran adaptarse a los cambios.
Detrás de todas estas desigualdades se hallaban las tensiones entre los estados y el Gobierno federal y, sobre todo, la esclavitud, institución que, en lugar de desaparecer, como había llegado a pensarse durante el periodo revolucionario, se había reforzado a lo largo del siglo XIX. Ya a mediados de la centuria, todas estas discrepancias hacían, para muchos, inevitable la guerra.
Esta estallaría finalmente en 1861 y se extendería durante cuatro años, en una contienda fratricida que costó 750.000 víctimas y se cerró militarmente en abril de 1865, con la rendición del ejército confederado de Lee al unionista de Grant en Appomattox (Virginia). Estados Unidos tardaría décadas en recuperarse económicamente de la Guerra de Secesión, y las heridas políticas, casi un siglo en cicatrizar; sin embargo, la memoria dividida de la guerra de Secesión persiste aún hoy en un país polarizado políticamente.
Todos los aspectos del episodio que más relevancia ha tenido en la historia estadounidense se analizan en el extenso Dossier que publicamos este mes. Un ejemplar que se completa con artículos tan interesantes como el dedicado a la caída de Constantinopla en 1453 o, entre otros, un perfil de Christophe Plantin, el impresor favorito de Felipe II.
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