Ningún novelista, y mucho menos yo, puede competir con la Historia a la hora de crear un personaje. Ventitantos años atrás, la primera vez que intenté escribir Palos de ciego ni siquiera se llamaba Palos de ciego, sino Borrón, y se trataba de una novela ambientada en una matanza de juglares ciegos ucranianos en la época de Stalin. Entonces comprendí que nunca podría utilizar a aquellas grandes figuras históricas más que como telón de fondo sin que mis protagonistas quedasen inmediatamente difuminados.
De todos ellos –Shostakóvich, Prokófiev, el propio Stalin– el más desconocido y quizá el más fascinante era una mujer, Maria Yúdina, una pequeña pianista de origen judío que se convirtió a la fe ortodoxa y cuya vida merece por sí sola una novela. Bajita, achaparrada, vestía con una especie de hábito de monja, vivía de modo frugal y solía regalar su dinero a los pobres.
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