Durante los siglos altomedievales, las embarcaciones vikingas sembraron el terror en las tranquilas tierras del interior de Francia. Testigo mudo de aquella terrible pesadilla son los fuertes rupestres que, a mediados del siglo IX, se levantaron a lo largo del río Vézère, afluente del Garona. A través de estas cabinas de observación, hábilmente camufladas en las paredes de los acantilados fluviales, por medio de señales ópticas y sonoras, las gentes de la zona pudieron hacer frente a los temibles hombres del norte.
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