Marchad, hijos de los griegos, liberad la patria, liberad a vuestros hijos y a vuestras mujeres, los santuarios de los dioses de vuestros padres y las tumbas de vuestros antepasados: es la batalla suprema! (Esquilo, Los Persas, versos 401-405).
En los últimos días de septiembre del año 480 a.C., una flota griega se enfrentó y derrotó a la armada persa en aguas de la sagrada isla de Salamina, situada frente a las costas de Atenas. Fue aquella una batalla decisiva para la suerte de Grecia y, dado lo mucho que la civilización occidental se fundamenta en la griega, para nosotros mismos.
En realidad, la batalla naval de Salamina es el resultado último de la política de anexión de ambas orillas del mar Egeo por parte de los persas, que hunde sus raíces en el propio origen del imperio y que tiene sus antecedentes más próximos en el rey Darío, que emprendió la expansión persa por tierras europeas, cruzando el Bósforo y llegando hasta las misma fronteras de Macedonia, que convirtió en un reino sometido. Asimismo, ocupó las islas del Egeo, como la importante Naxos, punto fundamental en las rutas navales comerciales y de comunicación que cruzaban el Egeo (Heródoto 6.95.2).
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