Amalfi, con ese nombre se conoce a esta bella localidad encaramada en las laderas de una quebrada, en pleno golfo de Salerno. Un blanco caserío cuyos balcones se asoman al mar Tirreno. Un estallido de luz en un paisaje jalonado de limoneros. Si paseamos por su única calle principal, Amalfi no parece haber competido nunca con la gran Nápoles o la poderosa Venecia. De su pasado más glorioso, queda su catedral o Duomo di Sant’Andrea, máxima expresión del estilo normando, donde se combina la austeridad románica con la fantasía musulmana. Se dice que sus ricas puertas de bronce fueron traídas desde la mismísima Constantinopla; clara muestra de buenas relaciones con Oriente. Y es que Amalfi pasó de ser un enclave comercial de la Campania romana, a padecer el dominio lombardo, y tras una revuelta en 839 se erigió como república, impulsando un potente comercio. Pero ¿cómo se acometió tal empresa?

Plaza de San Andrés con el Duomo di Sant'Andrea, donde se combina el estilo románico con la fantasía musulmana.
Plaza de San Andrés con el Duomo di Sant’Andrea, donde se combina el estilo románico con la fantasía musulmana.

Si alguna ciudad al sur de Roma pudo destacar por su comercio, esta fue la vecina Nápoles. Su rica industria textil y su comunicación con el interior permitió una larga e ininterrumpida tradición comercial hasta el siglo VII. Por el contrario, Amalfi no contó con esas facilidades. Su escarpada orografía no permitía un hacedero acceso al interior. Su única salida era el mar, pero sus costas carecían de vientos matutinos para largar velas, y la marina apenas hallaba refugio en diminutas calas. Esto hizo pensar a los primeros historiadores que la actividad principal de los amalfitanos era el cultivo de viñedos y, en todo caso, el comercio solo sería una manera de sacar provecho de los excedentes. Sin embargo, según las fuentes cristianas, judías y sobre todo islámicas, Amalfi superó en comercio a la capital napolitana entre los siglos IX y XII, convirtiéndose en la gran sede de distribución de Occidente. ¿Mito o realidad?

Talasocracia

Las primeras muestras del poderío naval amalfitano datan de 812, cuando el gobernador bizantino de Sicilia requirió su ayuda para hacer frente a las incursiones sarracenas. Los ejércitos de Alá habían invadido Sicilia e, incluso, llamaron a las puertas de Roma, saqueando las basílicas de San Pedro y San Pablo Extramuros. No obstante, lo más granado de la costa sur italiana se reunió en Ostia, logrando repeler la invasión. En gratitud, el papa León IV concedió a Amalfi el libre acceso a sus puertos, pero la república marinera estaba más interesada en negociar con los infieles que con el Estado Pontificio.

En Oriente podían conseguir todo tipo de lujos, que posteriormente vendían en Bizancio: fragancias eternas como la mirra, el incienso, el ládano o la casia, telas y sedas traídas de Persia o la India, especias como la pimienta o el azafrán, e incluso reliquias sagradas. Muestra de ello son los huesos de san Andrés que aún se guardan en el duomo de Amalfi. La creencia cuenta que el discípulo fue crucificado en Patrasso (Patrás, Grecia), y sus reliquias llevadas a Constantinopla y después a Amalfi, en 1288. Desde esa fecha, año tras año, la ciudad celebra un hecho sobrenatural. Sobre su sepulcro se deposita una ampolla de cristal, que durante la vigilia del día de San Andrés se va llenando de un líquido blanquecino con el que se bendice a los feligreses.

Además de estos restos, la catedral custodia otras reliquias, así como infinidad de obras de arte, entre las que destaca un lienzo que conmemora la intervención de san Andrés y san Mateo con una borrasca, para evitar el ataque de Barbarroja en 1544.

La marca amalfitana

Pero quizá esta minúscula ciudad solo fuese una parte de la historia. Como a día de hoy, Amalfi daría nombre a toda una franja del litoral napolitano que corre entre la península de Sorrento y Salermo. Una comuna de municipios unidos por una carretera serpenteante, tendida entre el cielo y el mar. Un antiguo camino de bestias que sirvió como vía de transporte entre las poblaciones de Positano, con sus casas color pastel, Vettica Maggiore, encaramada a un peñón, o Cetara, antaño importante puerto de amarre.  

Vista de Positano, puerta de entrada a la costa de Amalfi.
Vista de Positano, puerta de entrada a la costa de Amalfi.

Amalfi, en tanto como la mencionan las fuentes, era en realidad una etiqueta comercial extensible al conjunto de mercaderes del sur de Italia. Una república marinera que partía en multitud desde sus minúsculas calas blindadas, orografía que permitió en su momento acoger a los refugiados que huían del empuje lombardo, al igual que en el caso de Venecia. Pero las analogías con la ciudad de los dogos van más allá. En ambas repúblicas el terreno constituye una fortaleza natural. En Venecia, sus numerosas islas entre marjales conferían una protección similar a la de Amalfi con sus abruptas montañas. Además, los duques amalfitanos reconocían, al igual que los venecianos, la soberanía bizantina. Era imprescindible contar con bases comerciales en el territorio del Bósforo para poder vender todo lo importado de Oriente.

No obstante, donde Amalfi dejaría una huella duradera sería más al este, en territorio fatimí. Cuenta una leyenda que cuando los cruzados asediaron Jerusalén en 1099, los musulmanes obligaron a los amalfitanos allí asentados a arrojar piedras contra su propio ejército. En plena pedrea, los proyectiles se convirtieron en hogazas de pan que alimentaron a los gentiles. Quimeras aparte, en Jerusalén fundaron un hospital para atender a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa. Con el tiempo, el hospicio acabaría convirtiéndose en la orden hospitalaria de San Juan, cuyos monjes guerreros defendieron más tarde Rodas y Malta de los ataques turcos.

Torre Vigía de Amalfi.
Torre Vigía de Amalfi.

Todos estos hechos indican que si Amalfi prosperó en el comercio fue porque evitaron tomar partido en los conflictos entre cristianos y musulmanes. Occidente estaba recuperándose del invierno godo, y daba beneficios a todo aquel que, como los amalfitanos, estuviera dispuesto a negociar con el enemigo. No obstante, dos ciudades emergentes al norte de Italia, Génova y Pisa, comenzaron a demostrar que una política más agresiva producía más dividendos. Finalmente, el asombroso éxito mercantil de Amalfi se vio eclipsado por genoveses y pisanos, pero de su pasado glorioso queda un sincretismo artístico, que unido a su espectacular paisaje inspiró a literatos como Boccaccio o Steinbeck, músicos como Wagner o cineastas como Rossellini.

Manuel Huertas

* Artículo publicado en La Aventura de la Historia, número 239.  

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