Hasta diciembre de 2015 estábamos acostumbrados a conocer la misma noche electoral, casi con total seguridad, la significación política del nuevo Gobierno. Al menos para las elecciones generales, asociábamos al partido ganador con el partido gobernante y a su líder como el próximo presidente del Gobierno. La asociación era tan estrecha que gran parte de los electores tenía la percepción de votar no tanto a los diputados y a los senadores como al candidato a liderar el ejecutivo, otorgando a unas elecciones parlamentarias un notorio matiz presidencialista.

Esa certeza que hemos perdido la procuraba, a la par, un sistema electoral que estimulaba la creación de mayorías parlamentarias claras y de un gran partido de oposición que también era, a nuestros ojos, potencial alternativa de gobierno; y un sistema de partidos que, especialmente desde los años ochenta, había devenido prácticamente bipartidista. A fuerza de criticar tanto el bipartidismo, sus virtudes no son hoy bien ponderadas en España. Por ejemplo, la competencia entre dos alternativas lo suficientemente grandes como articular mayorías parlamentarias sólidas, una competencia que, además, se hacía por el electorado centrista y moderado, punto de fricción entre ambas. O, también, el carácter prácticamente definitivo del resultado electoral, en términos de partido vencedor –que debía asumir el gobierno– y vencido –que debía liderar la oposición–. Ambas cualidades hacían de la democracia algo sencillo y cercano: un sistema que nos permitía elegir el Gobierno, controlarlo institucionalmente y sustituirlo pacíficamente, a requerimiento de los electores, por otro.

Debate electoral celebrado el 22 de abril de 2019 en TVE.
Debate electoral celebrado el 22 de abril de 2019 en TVE.

Sin embargo, también hubo momentos de bloqueo durante nuestra larga histórica constitucional, entre 1810 y 1936. Estos conllevaron, como ahora, la celebración de varias elecciones a Cortes en un corto periodo de tiempo. Es verdad que la naturaleza de aquellos bloqueos difería un tanto del actual. Este posee un carácter puramente parlamentario, es decir, nace de la imposibilidad de articular una mayoría en la Cámara Baja capaz de investir a un presidente de Gobierno.

Diversas elecciones

Los anteriores a 1936 tenían una naturaleza más bien mixta, vigente como estaba el llamado sistema de la doble confianza. En su virtud, un gobierno necesitaba la confianza no solo de las Cortes –que no se explicitaba con una investidura, sino mediante votaciones de confianza y con el apoyo estable de una mayoría de diputados y senadores para sacar adelante los proyectos legislativos del Gobierno–, sino también de la Corona, o de la Presidencia de la República entre 1931 y 1936, las instituciones que encargaban a un líder político la formación de gobierno. La doble confianza actuó como un eficacísimo mecanismo para consolidar en nuestro país el constitucionalismo y, en un momento posterior, el gobierno parlamentario.

Con todo, la estabilidad del ejecutivo descansaba en una doble anuencia entre el jefe del Estado y una mayoría parlamentaria que no siempre se daba. Si fallaba una de ellas, la contradicción se resolvía, bien cambiando el Gobierno, bien disolviendo las Cortes. Por ejemplo, entre 1843 y 1844 hubo tres elecciones sucesivas. La derrota electoral del Gobierno progresista en los comicios de febrero de 1843 impulsó, pocos meses después, al jefe del Estado, el entonces regente general Espartero, a disolver las nuevas Cortes y celebrar elecciones en octubre de ese año. La mayoría surgida de estas acabó, a su vez, dividiéndose e impidiendo un gobierno estable, hasta que en las elecciones de 1844 alcanzó gran mayoría el partido moderado. En realidad, esta dinámica sería una constante durante el reinado de Isabel II.

El lienzo representa el desarrollo de un acto parlamentario en el Salón de Sesiones del Congreso de los Diputados de España a mediados del siglo XIX, por Eugenio Lucas Velázquez, 1854-1855, Palacio de las Cortes.
El lienzo representa el desarrollo de un acto parlamentario en el Salón de Sesiones del Congreso de los Diputados de España a mediados del siglo XIX, por Eugenio Lucas Velázquez, 1854-1855, Palacio de las Cortes.

Aunque muchas de las crisis de gobierno eran extraparlamentarias, reflejaban la división de los partidos y la imposibilidad del ejecutivo de conservar la mayoría parlamentaria necesaria para estabilizarse en el poder. La situación se agravaría durante el Sexenio Revolucionario, cuando las elecciones adquirieron el papel de sancionar no ya cambios de gobierno, sino verdaderos cambios de sistema político: entre 1871 y 1873 hubo cuatro elecciones, la última en régimen republicano.

Revoluciones y golpes

El año 1836, en los albores del régimen constitucional, conoció nada menos que tres elecciones. Las de febrero se debieron a una derrota parlamentaria del Gobierno Mendizábal que la Corona –entonces reinaba como regente María Cristina de Borbón– resolvió reafirmando su confianza en el primer ministro y disolviendo las Cortes. Las de junio fueron producto de la imposibilidad del Gobierno Istúriz, igualmente sostenido por la Corona, de procurarse el apoyo mayoritario en la Cámara Baja. Y las de octubre las originó un levantamiento, la sargentada de La Granja, que obligó a la reina a dar vigencia, por última vez, a la Constitución de 1812 y convocar nuevas elecciones para ratificar el cambio político. Como puede colegirse de este último hecho, también las revoluciones y los pronunciamientos militares –frecuentes en la España anterior a 1875 para forzar la caída de gobiernos que contaban con la confianza del jefe del Estado y de las Cámaras– constituyeron un factor explicativo más de las disoluciones del legislativo. Las subsiguientes convocatorias electorales servían, así, para sancionar un cambio político de origen extralegal.  

"Es una simple cuestión de puños... El más fuerte se quedará con ella...". Viñeta de la revista La Flaca, publicada en marzo de 1871.
«Es una simple cuestión de puños… El más fuerte se quedará con ella…». Viñeta de la revista La Flaca, publicada en marzo de 1871, BNE.

La monarquía liberal de la Restauración (1875-1923) significó un gran paso adelante a la hora de sortear los bloqueos políticos y el recurso a las revoluciones y los pronunciamientos, al establecer una serie de convenciones constitucionales que regulaban el acceso de los partidos al poder y definían los momentos apropiados para disolver las Cortes. Las convocatorias electorales continuaban siendo más frecuentes que ahora, pero lo fueron menos que en el periodo anterior: entre 1875 y 1917 se celebraron diecisiete comicios generales.

Fue la fragmentación de los dos grandes partidos del periodo, conservadores y liberales, y la dificultad de los gobiernos a la hora de articular mayorías parlamentarias, la que propició la crisis política de 1918-1920. Esta hizo necesaria la convocatoria de tres elecciones para restaurar el funcionamiento del sistema político y hasta, incluso, el recurso a gobiernos que hoy consideraríamos de gran coalición entre conservadores y liberales. El problema, lejos de resolverse, se agravaría durante la II República.

Con niveles de fragmentación parlamentaria superiores a los de la Restauración, llegaron a convocarse tres elecciones generales en cinco años. A este problema se le sumó el ejercicio constante y divisivo, desde la presidencia de la República, de su prerrogativa de encargar o separar gobiernos, con una frecuencia no superada durante la monarquía constitucional. Durante el mandato de Alcalá-Zamora, entre diciembre de 1931 y abril de 1936, hubo quince gobiernos, una inestabilidad que estaría en la base de la quiebra definitiva de aquella experiencia constitucional.

Roberto Villa

 

* Extracto de un artículo publicado en La Aventura de la Historia, número 216.  

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