Nunca aceptaré, bajo ninguna circunstancia, una forma representativa de gobierno porque la considero dañina para la gente a la que Dios me ha confiado su cuidado”. Esa era la forma de pensar del zar Nicolás II de Rusia antes de pasar trágicamente a los libros de Historia. El emperador tenía pues un concepto absolutista, casi medieval del poder y sus resortes. Lo nefasto es que, además, no estaba lo suficientemente preparado para asumir el trono de un continente. Su padre, Alejandro III, no le había dado cargos de gestión o responsabilidad. Su inesperada muerte en 1894 situó a Nicolás a la vanguardia de la familia Románov demasiado pronto, cuando solo tenía veintiséis años. Hasta él reconocía su inexperiencia en el “negocio de gobernar”.
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