A finales del siglo III a.C., en vísperas de la conquista romana, la península ibérica era un mosaico de pueblos, los primeros con nombre conocido, que tenían rasgos culturales compartidos y otros específicos que los diferenciaban entre sí. Y como escribió el poeta hispanorromano Marcial –Nos Celtis genitos et ex Iberis–, se consideraban descendientes de dos grandes estirpes: los celtas y los iberos.
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