Cuarenta y cuatro años después del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, pese al tiempo transcurrido, sigue sometido al secreto institucional. Ninguno de los Gobiernos de PP y PSOE habidos desde entonces ha tenido aún la voluntad política necesaria para esclarecer todas sus implicaciones, ni permitido a los investigadores acceder a la documentación existente sobre el mismo. Justifican su negativa a iluminar los claroscuros que aún rodean este episodio con el argumento de que se trata de un hecho juzgado sobre el que recayó una sentencia firme, que elevan a la categoría de verdad irrefutable. El objetivo es preservar el relato oficial, según el cual el golpe fue obra de un grupo reducido de militares nostálgicos del franquismo que fracasó gracias a la lealtad inquebrantable del Ejército a la Constitución y a la actuación decidida del rey Juan Carlos I, pero es mentira.
Hace cinco años la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo (TS) me autorizó la consulta sin restricciones de la causa seguida contra los golpistas pese a no haber transcurridos los plazos establecidos por la Ley de Patrimonio Histórico, que demora hasta el medio siglo el acceso al proceso. Tras la sorpresa inicial pensé que si el sumario era la argamasa de la versión oficial de lo ocurrido recogida en la sentencia no podía esperar encontrar grandes novedades en sus quince mil folios. Me equivoqué. Tras un bosque de datos dispersos que tuve que ordenar, primero, y relacionar entre sí, después, descubrí que la investigación sobre el acontecimiento que estuvo a punto de hacer fracasar la transición a la democracia no pretendió conocer toda la verdad de lo ocurrido, sino acotar los contornos del golpe para juzgar tan solo a sus protagonistas más significados.
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