El poder corrompe, y el poder absoluto, corrompe absolutamente”. De este modo tan contundente se suelen zanjar los comentarios provocados por los casos flagrantes de corrupción impune que se suceden en las instituciones, políticas y no políticas, cuando el control del poder es inexistente, o está amordazado y maniatado por el interés o por el miedo. Por no retrotraernos al “antiguo régimen”, pensemos en actuales regímenes militares o teocráticos del segundo y del tercer mundo, llámense repúblicas o monarquías. En menor grado, sin ir tan lejos, pensemos también en los “escándalos” de las democracias con gobiernos aupados sobre mayorías absolutas o en las prácticas de los países imperialistas y “neoimperialistas”, a la hora de ganarse apoyos para sus “fechorías”. El dicho puede interpretarse de dos maneras: el poder corrompe al que lo consigue; o bien, el poder, para mantenerse, corrompe a los demás, de modo especial a quienes deberían denunciarlo. Y, desde luego, cuando el poder es absoluto, la corrupción, en un sentido y en otro, suele serlo también. Curiosamente, la famosa frase no se pronunció a propósito de un escándalo o práctica achacable a ningún gobierno o país. Veamos.
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