Las relaciones históricas entre pueblos afines suelen ser circulares. Uno predomina sobre el otro y este, al cabo de un tiempo, lo hace sobre el primero. Las de España e Italia, desde el desembarco de Escipión (218 a.C.) hasta el Tratado de Utrecht (1713), son además inseparables.
La romanización dotó a los pueblos de Hispania de una identidad que todavía hoy nos hace sentirnos “ciudadanos romanos”. Ese imperio ecuménico, desde su epicentro en el Mare Nostrum, alcanzó todos los rincones del mundo conocido. Sin embargo, sucumbió a la excelencia de la cultura griega, como concluye en una de sus epístolas Horacio: Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit in agresti Latio (“La Grecia conquistada, a su fiero vencedor conquistó e introdujo las artes en el agreste Lacio”).
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